BHAGAWAN RAMANA
BHAGAVAN RAMANA
Por
T.
M.
P.
MAHADEVAN,
M.
A.,
Ph.
D.
Profesor
de
Filosofía,
Universidad
de
Madras
PREFACIO
El
ensayo
presente
se
escribió
originalmente
para
un
libro
sobre
The
Saints;
y
aparece
como
Introducción
General
en
una
obra
sobre
Bhagavan
titulada
«Ramana
Maharshi
y
Su
Filosofía
de
la
Existencia».
Como
se
considera
que
este
ensayo
puede
ser
de
interés
para
los
lectores
en
general,
se
ha
editado
por
separado
también
en
forma
de
un
folleto.
¡Qué
Bhagavan
acepte
esta
ofrenda!
Día
de
Aradhana
T.
M.
P.
MAHADEVAN,
5
de
mayo
de
1959.
INVOCACIÓN
¡Oh
Vinayaka!,
que
escribió
en
un
pergamino
(en
las
laderas
del
Monte
Meru)
las
palabras
del
Gran
Sabio
(es
decir,
Vyasa)
y
que
preside
la
victoriosa
Arunachala,
elimina
la
desazón
(es
decir,
maya),
que
es
la
causa
de
repetidos
nacimientos,
y
protege
graciosamente
la
gran
Fe
Noble
(la
filosofía
y
religión
de
las
Upanishads)
que
rebosa
con
la
miel
del
Sí
mismo.
Ésta
es
una
oración
al
Señor
Ganesa,
el
Eliminador
de
todos
los
obstáculos,
compuesta
por
Bhagavan
Sri
Ramana.
Hace
referencia
a
la
historia
de
los
Puranas
en
que
Ganesa
sirvió
como
escriba
a
Vyasa
y
transcribió
el
Mahabharata,
y
aquí
se
invoca
Su
Gracia
para
la
protección
de
la
filosofía
Vedanta.
El
verso
impreso
en
tamil
es
un
facsímil
de
un
manuscrito
del
propio
Bhagavan.
BHAGAVAN
RAMANA
Las
Escrituras
nos
dicen
que
es
tan
difícil
rastrear
la
vía
que
sigue
un
sabio
como
trazar
una
línea
que
marque
el
curso
que
sigue
un
pájaro
en
el
aire
mientras
vuela.
La
mayoría
de
los
humanos
tienen
que
contentarse
con
un
viaje
lento
y
laborioso
hacia
la
meta.
Pero
unos
pocos
nacen
como
adeptos
al
vuelo
sin
detención
hacia
el
hogar
común
de
todos
los
seres
—el
supremo
Sí
mismo.
La
generalidad
de
la
humanidad
toma
aliento
cuando
aparece
un
tal
sabio.
Aunque
es
incapaz
de
seguirle
el
paso,
se
siente
elevada
en
su
presencia,
y
tiene
un
goce
anticipado
de
la
felicidad,
comparado
con
el
cual
los
placeres
del
mundo
palidecen
en
nada.
Incontables
gentes
que
fueron
a
Tiruvannamalai
durante
la
vida
de
Maharshi
Sri
Ramana,
tuvieron
esta
experiencia.
Vieron
en
él
a
un
sabio
sin
el
menor
toque
de
mundanalidad,
un
santo
de
pureza
incomparable,
un
presenciador
de
la
verdad
eterna
del
Vedanta.
No
es
muy
a
menudo
que
un
genio
espiritual
de
la
magnitud
de
Sri
Ramana
visita
esta
tierra.
Pero
cuando
tal
acontecimiento
sucede,
la
humanidad
entera
se
beneficia
y
una
nueva
era
de
esperanza
se
abre
ante
ella.
Cerca
de
treinta
millas
al
sur
de
Madurai
hay
una
aldea,
de
nombre
Tirucculi,
que
tiene
un
antiguo
templo
de
Siva
acerca
del
cual
han
cantando
alabanzas
dos
de
los
más
grandes
santos
tamiles,
Sundaramurti
y
Manikkavacakar.
En
esta
sagrada
aldea
vivió,
en
la
última
parte
del
siglo
diecinueve,
un
abogado
sin
titulación,
Sundaram
Aiyar,
con
su
esposa
Alagammal.
La
piedad,
devoción
y
caridad
caracterizaban
a
esta
pareja
ideal.
Sundaram
Aiyar
era
generoso
por
encima
de
sus
posibilidades.
Alagammal
fue
una
esposa
hindú
ideal.
De
esta
pareja
nació
Venkataraman
—que
posteriormente
llegó
a
ser
conocido
en
el
mundo
como
Ramana
Maharshi—
el
30
de
diciembre
de
1879.
Era
en
un
día
auspicioso
para
los
hindúes,
el
día
de
Ardra-darsanam.
En
este
día
todos
los
años
se
saca
de
los
templos,
en
procesión,
la
imagen
del
Siva
danzarín,
Nataraja,
para
celebrar
la
gracia
divina
del
Señor,
que
Le
hizo
aparecer
ante
santos
tales
como
Gautama,
Patanjali,
Vyaghrapada
y
Manikkavacaka.
En
el
año
1879,
el
día
de
Ardra,
se
sacó
la
Imagen
de
Nataraja
del
templo
de
Tirucculi
con
todas
las
ceremonias
acompañantes,
y
justo
en
el
momento
en
que
se
iba
a
meter
de
nuevo,
nació
Venkataraman.
No
hubo
nada
marcadamente
distintivo
en
los
primeros
años
de
la
vida
de
Venkataraman.
Creció
como
un
muchacho
común.
Asistió
a
una
escuela
primaria
en
Tirucculi,
y
después
a
otra
en
Dindigul
para
recibir
un
año
de
educación.
Cuando
tenía
doce
años,
su
padre
murió.
Esto
provocó
la
necesidad
de
que
volviese
a
Madurai
junto
con
su
familia,
y
se
quedase
a
vivir
con
su
tío
paterno
Subbaiyar.
Allí
asistió
a
la
Escuela
Secundaria
de
Scott
y
luego
a
la
Escuela
Superior
de
la
Misión
Americana.
Era
un
estudiante
indiferente,
y
que
no
se
tomaba
en
serio
sus
estudios.
Pero
era
un
muchacho
sano
y
fuerte.
Sus
compañeros
de
escuela
y
otros
temían
su
fuerza.
Si
alguno
de
ellos
tenía
algún
tipo
de
agravio
contra
él
en
cualquier
momento,
sólo
se
atrevía
a
hacerle
travesuras
cuando
estaba
dormido.
En
esto
él
era
más
bien
inusual:
no
sabía
nada
de
lo
que
le
ocurría
durante
el
sueño
profundo.
Se
le
podía
trasladar
de
un
sitio
a
otro,
o
incluso
golpear,
sin
que
se
despertase
en
el
proceso.
Aparentemente
por
accidente
Ventaramam
oyó
algo
sobre
Arunachala
cuando
tenía
dieciséis
años
de
edad.
Un
día,
un
pariente
visitó
a
la
familia
en
Madurai.
El
muchacho
le
preguntó
que
de
dónde
había
venido.
El
pariente
respondió:
«de
Arunachala».
El
mismo
nombre
de
«Arunachala»
actuó
como
un
encanto
mágico
en
Venkataraman,
y
con
una
excitación
evidente,
le
hizo
una
pregunta
más
al
caballero:
«¡Qué!,
¡de
Arunachala!,
¿Dónde
está?»
Y
obtuvo
la
respuesta
de
que
Tiruvannamalai
era
Arunachala.
Refiriéndose
a
este
incidente,
el
Sabio
dice
después
en
uno
de
sus
himnos
a
Arunachala:
«¡Oh,
gran
maravilla!
Se
levanta
como
una
colina
insenciente.
Su
acción
es
difícil
de
comprender
para
cualquiera.
Desde
mi
niñez
apareció
a
mi
inteligencia
que
Arunachala
era
algo
muy
grande.
Pero
incluso
cuando
llegué
a
saber,
a
través
de
otro,
que
era
lo
mismo
que
Tiruvannamalai,
no
comprendí
su
significado.
Cuando,
aquietando
mi
mente,
me
atrajo
hasta
ella,
y
me
acerqué,
encontré
que
era
lo
Inmutable».
Muy
poco
tiempo
después
del
incidente
que
atrajo
la
atención
de
Venkataraman
a
Arunachala,
hubo
otro
acontecimiento
que
contribuyó
también
al
giro
de
la
mente
del
muchacho
hacia
los
valores
más
profundos
de
la
espiritualidad.
Sucedió
que
cayó
en
sus
manos
una
copia
del
Periyapuranam
de
Sekkilar,
que
cuenta
las
vidas
de
los
santos
Saivas.
Leyó
el
libro
y
quedó
subyugado
por
él.
Ésta
fue
la
primera
obra
de
literatura
religiosa
que
leyó.
El
ejemplo
de
los
santos
le
fascinó;
y
en
lo
más
recóndito
de
su
corazón
encontró
algo
que
respondía
favorablemente.
Sin
ninguna
aparente
preparación
anterior,
surgió
en
él
un
anhelo
de
emular
el
espíritu
de
renunciación
y
de
devoción
que
constituía
la
esencia
de
la
vida
santa.
La
experiencia
espiritual
que
ahora,
devotamente,
deseaba
tener
Venkataraman,
vino
a
él
con
prontitud,
y
de
manera
completamente
inesperada.
Fue
a
mediados
del
año
1896;
Venkataraman
tenía
entonces
diecisiete
años.
Un
día
estaba
sentando
solo
en
el
primer
piso
de
la
casa
de
su
tío,
y
en
perfectas
condiciones
de
salud.
No
tenía
ningún
malestar.
Pero
un
repentino
e
inconfundible
miedo
de
la
muerte
se
apoderó
de
él.
Sintió
que
iba
a
morir.
Él
no
sabía
porque
le
había
venido
esta
sensación.
Sin
embargo,
la
sensación
de
la
muerte
inminente
no
le
enervó.
Pensó
con
calma
sobre
lo
que
debía
hacer.
Se
dijo
a
sí
mismo:
«Ahora,
ha
llegado
la
muerte.
¿Qué
significa?
¿Qué
es
eso
que
está
muriendo?
Este
cuerpo
muere».
Inmediatamente
después
se
acostó
extendiendo
sus
miembros
y
dejándolos
rígidos,
como
si
se
hubiera
producido
el
rigor
mortis.
Contuvo
la
respiración
y
mantuvo
sus
labios
fuertemente
cerrados,
de
modo
que
bajo
todas
las
apariencias
exteriores
su
cuerpo
pareciera
un
cadáver.
¿Qué
ocurriría
ahora?
Esto
fue
lo
qué
pensó:
«Bien,
ahora
este
cuerpo
está
muerto.
Será
llevado
al
campo
de
cremación,
y
allí
será
quemado
y
reducido
a
cenizas.
Pero
con
la
muerte
de
este
cuerpo,
¿estoy
yo
muerto?
¿Es
el
cuerpo
yo?
Este
cuerpo
está
silencioso
e
inerte.
Pero
yo
siento
toda
la
fuerza
de
mi
personalidad
e
incluso
la
voz
del
“yo”
dentro
de
mí,
aparte
de
él.
Así
pues,
yo
soy
el
espíritu
que
transciende
el
cuerpo.
El
cuerpo
muere,
pero
el
Espíritu
que
le
transciende
no
puede
ser
tocado
por
la
muerte.
Eso
significa
que
yo
soy
el
Espíritu
inmortal».
Tal
como
Bhagavan
Sri
Ramana
contó
esta
experiencia
posteriormente
para
beneficio
de
sus
devotos,
parecía
como
si
esto
fuera
un
proceso
de
razonamiento.
Pero
puso
mucho
cuidado
en
explicar
que
esto
no
fue
así.
La
realización
vino
a
él
como
un
relámpago.
Percibió
la
verdad
directamente.
«Yo»
era
algo
muy
real,
la
única
cosa
real.
El
miedo
de
la
muerte
se
había
desvanecido
para
siempre.
Desde
entonces
en
adelante,
«yo»
continuó
como
la
nota
sruti
fundamental,
que
subyace
y
se
mezcla
con
todas
las
demás
notas.
Así
pues,
el
joven
Venkataraman
se
encontró
en
la
cima
de
la
espiritualidad
sin
ninguna
sadhana
ardua
o
prolongada.
El
ego
se
perdió
en
la
inundación
de
la
consciencia
del
Sí
mismo.
De
repente,
el
muchacho
que
solía
ser
llamado
Venkataraman,
había
florecido
como
un
sabio
y
santo.
Se
notó
un
cambio
completo
en
la
vida
del
joven
sabio.
Todo
aquello
que
había
valorado
anteriormente,
ahora
había
perdido
su
valor.
Los
valores
espirituales
que
había
ignorado
hasta
entonces,
devinieron
los
únicos
objetos
de
atención.
Los
estudios
de
la
escuela,
los
amigos,
las
relaciones
—nada
de
esto
tenía
ahora
ninguna
significación
para
él.
Se
volvió
totalmente
indiferente
a
su
entorno.
La
humildad,
la
mansedumbre,
la
no-resistencia
y
demás
virtudes
devinieron
su
adorno.
Evitando
la
compañía,
prefería
sentarse
solo,
totalmente
absorbido
en
la
concentración
en
el
Sí
mismo.
Iba
al
templo
de
Minaksi
todos
los
días,
y
experimentaba
una
gran
exaltación
cada
vez
que
se
ponía
delante
de
las
imágenes
de
los
dioses
y
los
santos.
Las
lágrimas
manaban
de
sus
ojos
profusamente.
La
nueva
visión
estaba
constantemente
con
él.
La
suya
era
la
vida
transfigurada.
El
hermano
mayor
de
Venkataraman
observó
el
gran
cambio
que
le
había
sobrevenido.
En
varias
ocasiones
reprochó
al
muchacho
su
comportamiento
indiferente
y
semejante
al
de
los
yoguis.
Cerca
de
seis
semanas
después
de
la
gran
experiencia,
se
produjo
la
crisis.
Fue
el
29
de
agosto
de
1896.
El
maestro
de
inglés
de
Venkataraman
le
había
pedido,
como
castigo
por
su
indiferencia
en
los
estudios,
que
copiara
una
lección
de
la
Gramática
de
Bain
tres
veces.
El
muchacho
la
copió
dos
veces,
pero
se
detuvo
ahí,
al
darse
cuenta
de
la
completa
futilidad
de
aquella
tarea.
Arrojando
el
libro
y
los
papeles,
se
sentó
con
la
espalda
recta,
cerró
sus
ojos,
y
se
volvió
hacia
adentro
en
meditación.
El
hermano
mayor,
que
estaba
observando
el
comportamiento
de
Venkataraman
todo
el
tiempo,
se
acerco
a
él
y
dijo:
«¿Cuál
es
la
utilidad
de
todo
esto
para
el
que
es
así?»
Esto
era
obviamente
un
reproche
hacia
las
maneras
no
mundanas
de
Venkataraman,
que
incluían
el
descuido
de
sus
estudios.
Venkataraman
no
dio
ninguna
respuesta.
Se
admitió
a
sí
mismo
que
no
servía
para
nada
pretender
estudiar
y
ser
su
antiguo
sí
mismo.
Decidió
abandonar
su
hogar,
y
recordó
que
había
un
lugar
donde
ir,
a
saber,
Tiruvannamalai.
Pero
si
expresaba
su
intención
a
sus
mayores,
ellos
no
le
dejarían
ir.
Así
pues,
tuvo
que
usar
una
estratagema.
Dijo
a
su
hermano
que
tenía
que
ir
a
la
escuela
para
asistir
a
una
clase
especial
ese
mediodía.
Por
consiguiente,
el
hermano
le
pidió
que
cogiese
cinco
rupias
de
la
caja,
y
que
pagase
sus
honorarios
en
el
colegio
donde
estaba
estudiando.
Venkataraman
bajó
las
escaleras;
su
tía
le
sirvió
la
comida,
y
le
dio
las
cinco
rupias.
Sacó
un
mapa
que
había
en
la
casa,
y
advirtió
que
la
estación
de
ferrocarril
más
cercana
a
Tiruvannamalai
era
Tindivanam.
Sin
embargo,
se
había
construido
una
ramificación
de
la
línea
hasta
el
mismo
Tiruvannamalai.
El
mapa
era
antiguo,
de
manera
que
esto
no
venía
reflejado
allí.
Calculando
que
tres
rupias
serían
suficiente
para
el
viaje,
Venkataraman
tomó
esa
cantidad
y
dejó
el
resto
junto
con
una
carta
en
un
lugar
de
la
casa
donde
su
hermano
pudiera
encontrarlos
fácilmente,
y
emprendió
su
viaje
hacia
Tiruvannamalai.
Esto
fue
lo
que
escribió
en
aquella
carta:
«He
partido
en
busca
de
mi
Padre,
de
acuerdo
con
su
mandato.
Esto
(refiriéndose
a
su
persona)
solo
se
ha
embarcado
en
una
empresa
virtuosa.
Por
consiguiente,
nadie
debe
apenarse
por
este
acto.
Y
no
hay
que
gastar
ningún
dinero
en
la
búsqueda
de
esto.
Los
honorarios
del
colegio
de
esto
no
se
han
pagado.
Junto
con
esto,
dos
rupias».
Había
una
maldición
en
la
familia
de
Venkataraman
—en
verdad,
era
una
bendición—
de
que
uno
de
cada
generación
se
convertiría
en
un
mendicante.
Esta
maldición
fue
pronunciada
por
un
asceta
errante
que,
se
dice,
pidió
limosna
en
casa
de
unos
antepasados
de
Venkataraman,
y
fue
rechazado.
Un
tío
paterno
de
Sundaram
Aiyar
devino
un
sannyasin;
lo
mismo
hizo
el
hermano
mayor
de
Sundaram
Aiyar.
Ahora,
era
el
turno
de
Venkataraman,
aunque
nadie
podía
haber
previsto
que
la
maldición
se
llevaría
a
cabo
de
esta
manera.
El
desapasionamiento
encontró
refugio
en
el
corazón
de
Venkataraman,
y
él
devino
un
parivrajaka.
El
viaje
que
hizo
Venkataraman
de
Madurai
a
Tiruvannamalai
fue
épico.
Alrededor
del
mediodía,
abandonó
la
casa
de
su
tío.
Caminó
hasta
la
estación
de
ferrocarril,
que
estaba
a
una
milla
de
distancia.
Afortunadamente,
el
tren
llevaba
retraso
aquel
día,
de
lo
contrario,
lo
habría
perdido.
Miró
la
lista
de
precios,
y
supo
que
el
importe
del
billete
de
tercera
clase
a
Tindivanam
era
de
dos
rupias
y
trece
annas.
Compró
el
billete,
y
guardó
el
cambio,
que
era
de
tres
annas.
Si
hubiera
sabido
que
había
una
línea
de
ferrocarril
hasta
el
mismo
Tiruvannamalai,
y
si
hubiera
consultado
la
lista
de
precios,
se
hubiera
dado
cuenta
de
que
costaba
exactamente
tres
rupias.
Cuando
llegó
el
tren,
se
subió
tranquilamente
y
tomó
su
asiento.
Un
maulvi
que
también
estaba
viajando,
entabló
conversación
con
Venkataraman,
y
le
dijo
que
había
un
servicio
de
tren
a
Tiruvannamalai,
y
que
no
había
necesidad
de
ir
a
Tindivanam,
pero
que
podía
cambiar
de
tren
en
Viluppuram.
Era
una
información
de
gran
utilidad.
Era
noche
cerrada
cuando
el
tren
llegó
a
Tiruccirappalli.
Venkataraman
estaba
hambriento;
compró
dos
peras
por
media
anna,
y
sorprendentemente
con
el
primer
bocado
su
hambre
se
aplacó.
A
las
tres
de
la
mañana
aproximadamente,
el
tren
llegó
a
Viluppuram.
Allí,
Venkataraman
bajó
del
tren
con
la
intención
de
completar
el
resto
del
viaje
hasta
Tiruvannamalai
a
pie.
Al
alba
entró
en
la
ciudad,
y
se
puso
a
buscar
la
señalización
a
Tiruvannamalai.
Vio
una
señalización
que
decía
«Mambalappattu»,
pero
entonces
no
sabía
que
Mambalappattu
estaba
en
el
itinerario
a
Tiruvannamalai.
Antes
de
hacer
más
esfuerzos
para
averiguar
qué
camino
tenía
que
tomar,
quiso
descansar
un
poco,
porque
se
encontraba
cansado
y
hambriento.
Se
acercó
a
un
hotel,
y
pidió
alimento.
Tuvo
que
esperar
hasta
mediodía
para
que
la
comida
estuviera
lista.
Después
de
comer,
ofreció
dos
annas
como
pago.
El
propietario
del
hotel
le
preguntó
cuánto
dinero
tenía.
Cuando
Venkataraman
le
dijo
que
sólo
tenía
dos
annas
y
media,
declinó
aceptar
el
pago.
Gracias
a
él,
Venkataraman
pudo
saber
que
Mambalappattu
era
un
lugar
que
se
encontraba
de
camino
a
Tiruvannamalai.
Venkataraman
regresó
a
la
estación
de
Viluppuram
y
compró
un
billete
a
Mambalappattu
para
cuyo
destino
resultaba
suficiente
el
dinero
que
tenía.
Venkataraman
llegó
en
tren
a
Mambalappattu
poco
después
del
mediodía.
Desde
allí
se
encaminó
hacia
Tiruvannamalai.
Anduvo
unos
veinticinco
kilómetros
aproximadamente,
hasta
bien
entrada
la
tarde.
En
las
cercanías
estaba
el
templo
de
Arayaninallur,
construido
sobre
una
gran
roca.
Se
dirigió
allí,
esperó
a
que
abrieran
las
puertas,
entró
y
se
sentó
en
la
sala
de
las
columnas.
Allí
tuvo
una
visión
—una
visión
de
luz
brillante
que
envolvía
todo
el
lugar.
No
se
trataba
de
luz
física.
Brilló
por
algún
tiempo,
y
luego
desapareció.
Venkataraman
continuó
sentado
en
un
ánimo
de
meditación
profunda,
hasta
que
fue
despertado
por
los
sacerdotes
del
templo
que
querían
cerrar
las
puertas
e
ir
a
otro
templo
que
estaba
en
Kilur,
a
un
kilómetro
y
medio
de
distancia,
para
asistir
al
servicio
religioso.
Venkataraman
les
siguió,
y
mientras
se
hallaba
dentro
del
templo,
se
perdió
de
nuevo
en
samadhi.
Después
de
acabar
sus
deberes,
los
sacerdotes
le
despertaron,
pero
no
le
dieron
ningún
alimento.
El
tamborilero
del
templo,
que
había
estado
observando
el
rudo
comportamiento
de
los
sacerdotes,
les
imploró
que
dieran
su
parte
de
la
comida
del
templo
al
extraño
joven.
Cuando
Venkataraman
pidió
un
poco
de
agua
para
beber,
le
dijeron
que
se
dirigiera
a
la
casa
de
un
tal
Sastri,
que
se
encontraba
a
cierta
distancia.
Mientras
se
encontraba
en
esa
casa,
se
desmayó
y
cayó
al
suelo.
Algunos
minutos
después,
volvió
en
sí,
y
vio
un
pequeño
cuervo
que
le
miraba
con
curiosidad.
Bebió
agua,
tomo
algo
de
alimento
y
se
echó
a
dormir.
A
la
mañana
siguiente,
se
despertó.
Era
el
31
de
agosto
de
1896,
Gokulastami,
el
día
de
nacimiento
de
Sri
Krishna.
Venkataraman
reanudó
su
viaje
y
caminó
durante
bastante
tiempo.
Sentía
hambre
y
cansancio.
De
modo
que,
primero,
comería
algo,
y
luego
iría
a
Tiruvannamalai,
en
tren
si
fuera
posible.
Se
le
ocurrió
que
podría
vender
los
pendientes
de
oro
que
llevaba
y
conseguir
el
dinero
que
necesitaba.
Pero
¿cómo
iba
a
conseguirlo?
Se
detuvo
en
el
exterior
de
una
casa
que
resultó
pertenecer
a
un
tal
Muthukrishna
Bhagavatar.
Pidió
alimento
al
Bhagavatar,
quien
le
envió
a
la
ama
de
casa.
La
piadosa
mujer
se
vio
complacida
por
recibir
al
joven
sadhu,
y
le
alimentó
en
el
auspicioso
día
del
nacimiento
de
Sri
Krishna.
Después
de
comer,
Venkataraman
se
dirigió
de
nuevo
al
Bhagavatar
y
le
dijo
que
quería
empeñar
sus
pendientes
por
cuatro
rupias
para
poder
completar
su
peregrinaje.
Los
anillos
valían
unas
veinte
rupias,
pero
Venkataraman
no
necesitaba
tanto
dinero.
El
Bhagavatar
examinó
los
pendientes,
dio
a
Venkataraman
el
dinero
que
había
pedido,
y
en
un
pedazo
de
papel
anotó
la
dirección
del
joven,
así
como
la
suya
propia,
diciéndole
que
podía
recuperar
los
anillos
en
cualquier
momento.
Venkataraman
almorzó
en
casa
del
Bhagavatar.
La
piadosa
mujer
le
dio
un
paquete
de
dulces
que
había
preparado
para
Gokulastami.
Venkataraman
se
despidió
de
la
pareja,
rompió
la
dirección
que
le
había
dado
el
Bhagavatar
—ya
que
no
tenía
intención
de
recuperar
los
pendientes—
y
se
dirigió
a
la
estación
de
ferrocarril.
Como
no
había
tren
hasta
la
mañana
siguiente,
pasó
allí
la
noche.
En
la
mañana
del
1
de
septiembre
de
1896,
tomó
el
tren
a
Tiruvannamalai.
El
viaje
duró
poco
tiempo.
Al
apearse
del
tren,
se
apresuró
para
llegar
al
gran
templo
de
Arunacalesvara.
Todas
las
puertas
estaban
abiertas
de
par
en
par
—incluso
las
del
santuario
interior.
El
templo
estaba
entonces
vacío
de
gente
—incluso
de
sacerdotes.
Venkataraman
entró
en
el
sanctum
sanctorum,
y
al
ponerse
delante
de
su
Padre
Arunacalesvara,
experimentó
un
gran
éxtasis,
y
una
alegría
indescriptible.
La
jornada
épica
había
finalizado.
El
barco
había
llegado
salvo
a
puerto.
El
resto
de
lo
que
consideramos
como
la
vida
de
Ramana
—así
es
como
le
llamaremos
de
aquí
en
adelante—
la
pasó
en
Tiruvannamalai.
Ramana
no
fue
iniciado
formalmente
en
el
sannyasa.
Cuando
salió
del
templo
y
caminó
por
las
calles
de
la
ciudad,
alguien
le
llamó
y
le
preguntó
si
quería
que
le
afeitaran
la
cabeza.
Dio
su
consentimiento,
y
le
llevaron
hasta
el
estanque
de
Ayyankulam,
donde
un
barbero
le
afeitó
la
cabeza.
Luego,
permaneciendo
de
pie
en
los
escalones
del
estanque,
lanzó
al
agua
el
dinero
que
le
quedaba.
También
desechó
el
paquete
de
dulces
que
le
había
dado
la
esposa
del
Bhagavatar.
Lo
siguiente
fue
el
cordón
sagrado
que
había
estado
usando.
Al
volver
al
templo
se
preguntaba
por
qué
debería
dar
a
su
cuerpo
el
lujo
de
un
baño,
cuando
la
lluvia
ya
le
había
empapado.
El
primer
lugar
de
residencia
de
Ramana
en
Tiruvannamalai
fue
el
gran
templo.
Durante
algunas
semanas
permaneció
en
la
sala
de
los
mil
pilares.
Pero
había
algunos
granujillas
que
le
molestaban
tirándole
piedras
cuando
meditaba.
Se
trasladó
a
lugares
sombríos,
e
incluso
a
una
cueva
subterránea
conocida
como
Patala-lingam.
Imperturbable,
solía
pasar
varios
días
en
profunda
absorción.
Sin
moverse,
se
sentaba
en
samadhi,
sin
ser
consciente
ni
siquiera
de
los
mordiscos
de
bichos
e
insectos.
Pero
los
traviesos
niños
pronto
descubrieron
su
retiro
y
dieron
paso
al
pasatiempo
de
tirar
cascotes
al
joven
Swami.
En
aquella
época
había
en
Tiruvannamalai
un
Swami
importante
de
nombre
Seshadri.
Los
que
no
le
conocían
le
tomaban
por
un
loco.
A
veces
custodiaba
al
joven
Swami,
y
echaba
a
los
gamberros.
Al
final,
los
devotos
le
sacaron
de
la
cueva
sin
que
él
fuese
consciente
de
ello,
y
le
depositaron
cerca
de
un
santuario
de
Subrahmanya.
Desde
entonces
en
adelante,
siempre
había
alguien
que
cuidase
de
Ramana.
El
lugar
de
residencia
tenía
que
cambiarse
frecuentemente.
Se
escogieron
jardines,
arboledas
y
santuarios
—para
refugiar
al
Swami.
El
Swami
no
hablaba
nunca.
No
era
porque
hubiese
hecho
voto
alguno
de
silencio,
sino
porque
no
tenía
ninguna
inclinación
a
hablar.
A
veces,
se
solía
recitarle
textos
como
el
Vasistham
y
Kaivalyanavanitam.
Poco
menos
de
seis
meses
después
de
su
llegada
a
Tiruvannamalai,
Ramana
cambió
su
residencia
a
una
santuario
llamado
Gurumurtam
a
petición
sincera
de
su
guarda,
un
tal
Tambiranswami.
Según
iban
pasando
los
días
y
se
iba
extendiendo
la
fama
de
Ramana,
un
número
cada
vez
mayor
de
peregrinos
y
visitantes
venían
a
verle.
Después
de
una
estancia
de
un
año
aproximadamente
en
Gurumurtam,
el
Swami
—en
la
localidad
se
le
conocía
como
Brahmana-swami—
se
mudó
a
un
huerto
de
mangos
cercano.
Fue
aquí
hasta
donde
le
siguió
la
pista
uno
de
sus
tíos,
Nelliyappa
Aiyar,
que
era
abogado
asistente
en
Manamadurai.
Al
saber
por
medio
un
amigo
que
Venkataraman
era
entonces
un
Sadhu
reverenciado
en
Tiruvannamalai,
fue
allí
a
verle.
Hizo
todo
lo
que
pudo
para
llevarse
a
Ramana
con
él
a
Manamadurai.
Pero
el
joven
sabio
no
respondió.
No
mostró
signo
alguno
de
interés
por
el
visitante.
Así
pues,
Nelliyappa
Aiyar
regresó
decepcionado
a
Manamadurai.
Sin
embargo,
llevó
la
noticia
a
Alagammal,
madre
de
Ramana,
quien
se
dirigió
a
Tiruvannamalai
acompañada
del
hijo
mayor.
Ramana
vivía
entonces
en
Pavalakkunru,
una
de
las
estribaciones
orientales
de
Arunachala.
Con
lágrimas
en
los
ojos,
Alagammal
suplicó
a
Ramana
que
regresara
con
ella,
pero
en
lo
que
al
sabio
se
refiere,
ya
no
había
vuelta
atrás.
Nada
le
conmovió
—ni
siquiera
los
lamentos
y
llantos
de
su
madre.
Se
mantuvo
callado
sin
dar
respuesta
alguna.
Un
devoto
que
había
estado
observando
el
esfuerzo
realizado
por
la
madre
durante
varios
días,
pidió
a
Ramana
que,
al
menos,
escribiera
lo
que
tuviera
que
decir.
El
sabio
escribió
en
un
pedazo
de
papel,
de
una
manera
bastante
impersonal,
lo
siguiente:
«De
acuerdo
con
el
prarabdha
de
cada
uno,
Aquel
cuya
función
es
mandar,
hace
actuar
a
todos.
Lo
que
no
tiene
que
ocurrir,
nunca
ocurrirá,
por
mucho
empeño
que
se
ponga.
Y
lo
que
tiene
que
ocurrir,
no
dejará
de
hacerlo,
por
mucho
que
se
haga
para
impedirlo.
Esto
es
seguro.
La
verdadera
sabiduría,
por
lo
tanto,
es
permanecer
quieto».
Decepcionada
y
con
el
corazón
pesaroso,
la
madre
volvió
a
Manamadurai.
Un
tiempo
después
de
este
evento,
Ramana
subió
a
la
colina
de
Arunachala
y
empezó
a
vivir
en
una
cueva
llamada
Virupaksa,
en
honor
de
un
santo
que
vivió
y
fue
enterrado
allí.
Aquí
también
vino
la
multitud,
en
la
cual
había
algunos
buscadores
serios
que,
posteriormente,
solían
hacerle
preguntas
respecto
a
la
experiencia
espiritual
o
traían
libros
sagrados
para
que
les
explicara
algunos
aspectos.
Ramana
escribía
a
veces
sus
respuestas
y
explicaciones.
Uno
de
los
libros
que
le
trajeron
durante
este
período
fue
el
Vivekacudamani
de
Sankara,
que
más
tarde
tradujo
en
prosa
tamil.
También
algunas
personas
sencillas
sin
cultura
se
acercaban
a
él
para
buscar
consuelo
y
guía
espiritual,
como
Echammal
que,
habiendo
perdido
a
su
marido,
a
su
hijo
e
hija,
estaba
desconsolada,
hasta
que
el
Destino
le
guió
a
la
presencia
de
Ramana.
Tomó
la
resolución
de
visitar
al
Swami
todos
los
días,
y
asumió
la
tarea
de
llevar
alimento
tanto
a
él
como
a
aquellos
que
vivían
con
él.
En
1903
llegó
a
Tiruvannamalai
un
gran
erudito
de
sánscrito
y
sabio,
Ganapati
Sastri,
conocido
también
como
Ganapati
Muni,
debido
a
las
austeridades
que
había
estado
observando.
Tenía
el
título
de
Kavya-kantha,
(el
que
tiene
poesía
en
su
garganta),
y
sus
discípulos
se
dirigían
a
él
como
nayana
(padre).
Era
un
especialista
en
la
adoración
de
la
Divina
Madre.
Visitó
a
Ramana
en
la
cueva
de
Virupaksa
bastantes
veces.
En
una
ocasión
en
1907
le
asaltaron
ciertas
dudas
respecto
a
sus
propias
prácticas
espirituales.
Subió
a
la
colina,
vio
a
Ramana
sentado
solo
en
la
cueva,
y
se
expresó
de
la
siguiente
manera:
«He
leído
todo
lo
que
hay
que
leer;
incluso
he
comprendido
totalmente
el
Vedanta
sastra;
he
hecho
japa
hasta
la
saciedad,
pero
hasta
ahora
no
he
comprendido
lo
que
es
tapas.
Por
consiguiente,
he
buscado
refugio
en
sus
pies.
Por
favor,
ilumíneme
en
cuanto
a
la
naturaleza
de
tapas».
Ramana
respondió,
ahora
mediante
palabras:
«Si
uno
observa
de
dónde
surge
la
noción
“yo”,
la
mente
se
absorbe
ahí;
eso
es
tapas.
Cuando
se
repite
un
mantra,
si
uno
observa
de
dónde
surge
ese
sonido
del
mantra,
la
mente
se
absorbe
ahí;
eso
es
tapas».
Estas
palabras
fueron
como
una
revelación
para
el
erudito;
sintió
que
la
gracia
del
sabio
le
envolvía.
Él
fue
quien
proclamó
que
Ramana
era
Maharshi
y
Bhagavan.
Compuso
himnos
en
sánscrito
en
alabanza
del
sabio,
y
también
escribió
el
Ramana-gita
explicando
sus
enseñanzas.
La
madre
de
Ramana,
Alagammal,
después
de
regresar
a
Manamadurai,
perdió
a
su
hijo
mayor.
Dos
años
después,
su
hijo
menor,
Nagasundaram
hizo
una
breve
visita
a
Tiruvannamalai,
adonde
ella
misma
también
acudió
una
vez,
a
su
regreso
de
un
peregrinaje
a
Varanasi,
y
de
nuevo
durante
una
visita
a
Tirupati.
En
esta
ocasión
cayó
enferma
y
sufrió
durante
varias
semanas
síntomas
de
tifoidea.
Ramana
mostró
una
gran
solicitud
en
cuidarla
y
hacer
que
recuperase
la
salud.
Hasta
compuso
un
himno
en
tamil
rogando
al
Señor
Arunachala
que
le
curarse
de
su
enfermedad.
El
primer
verso
del
himno
dice
lo
siguiente:
«¡Oh
Medicina
en
forma
de
una
Colina
que
surgió
para
curar
la
enfermedad
de
todos
los
nacimientos
que
vienen
en
sucesión
como
las
olas!
¡Oh
Señor!,
es
Tu
deber
salvar
a
mi
madre
que
considera
Tus
pies
como
su
único
refugio,
curándole
la
fiebre».
También
oró
para
que
se
le
otorgase
a
su
madre
la
visión
divina,
y
se
liberara
de
la
mundanalidad.
Es
innecesario
decir
que
ambas
oraciones
fueron
atendidas.
Alagammal
se
recuperó,
y
volvió
a
Manamadurai,
pero
poco
tiempo
después
regresó
a
Tiruvannamalai;
a
continuación
le
siguió
su
hijo
menor,
Nagasundaram,
que
entretanto
había
perdido
a
su
esposa,
con
quien
tenía
un
hijo.
La
madre
vino
a
comienzos
de
1916,
y
decidió
pasar
el
resto
de
su
vida
con
Ramana.
Poco
después
de
la
llegada
de
su
madre,
Ramana
se
trasladó
de
Virupaksa
a
Skandasramam,
que
estaba
un
poco
más
arriba
en
la
colina.
La
madre
recibió
instrucción
en
la
intensa
vida
espiritual.
Se
puso
la
túnica
ocre,
y
se
encargó
de
la
cocina
del
Asrama.
Nagasundaram
se
hizo
también
sannyasin,
con
el
nombre
de
Niranjanananda.
Entre
los
devotos
de
Ramana
llegó
a
ser
conocido
popularmente
como
Chinnaswami
(el
Swami
más
joven).
En
1920
se
debilitó
la
salud
de
la
madre
y
tuvo
los
achaques
propios
de
la
vejez.
Ramana
la
cuidó
con
solicitud
y
afecto,
y
pasó
noches
enteras
sin
dormir
sentado
con
ella.
El
fin
llegó
el
19
de
mayo
de
1922,
que
es
el
día
de
Bahulanavami,
en
el
mes
de
Vaisakha.
El
cuerpo
de
la
madre
se
bajó
de
la
colina
para
enterrarlo.
El
lugar
elegido
estaba
en
el
punto
más
meridional,
entre
el
estanque
de
Palitirtham
y
el
Daksinamurti
Mantapam.
Mientras
se
realizaban
las
ceremonias,
Ramana
mismo
permaneció
observando
en
silencio.
Niranjanananda
Swami
fijó
su
residencia
cerca
de
la
tumba.
Ramana,
que
seguía
viviendo
en
Skandasramam
visitaba
la
tumba
todos
los
días.
Después
de
unos
seis
meses
aproximadamente
vino
a
quedarse
allí,
como
dijo
más
tarde,
no
por
propia
voluntad,
sino
en
obediencia
a
la
Voluntad
Divina.
Así
se
fundó
el
Ramanasramam.
Se
construyó
un
templo
sobre
la
tumba
y
se
consagró
en
1949.
Según
fueron
pasando
los
años,
el
Asramam
siguió
creciendo,
y
la
gente
no
sólo
de
la
India,
sino
de
todos
los
continentes
del
mundo,
vino
a
ver
al
sabio
y
a
recibir
ayuda
en
su
búsqueda
espiritual.
El
primer
devoto
occidental
de
Ramana
fue
F.
H.
Humphrys.
Llegó
a
la
India
en
1911
para
ocupar
un
puesto
en
el
servicio
de
Policía
de
Vellore.
Muy
dado
a
la
práctica
del
ocultismo,
fue
en
busca
de
un
Mahatma.
Su
tutor
de
telugu
le
presentó
a
Ganapati
Sastri,
y
éste
le
llevó
a
Ramana.
El
inglés
quedó
grandemente
impresionado.
Escribiendo
acerca
de
su
primera
visita
al
sabio
en
la
Gaceta
Síquica
Internacional
(International
Psychic
Gazette),
dijo:
«Al
llegar
a
la
cueva
nos
sentamos
ante
él,
a
sus
pies,
y
no
dijo
nada.
Nos
sentamos
así
durante
mucho
tiempo,
y
me
sentí
elevado
fuera
de
mí
mismo.
Durante
media
hora
no
dejé
de
observar
los
ojos
del
Maharshi,
que
nunca
cambiaron
su
expresión
de
contemplación
profunda…
El
Maharshi
es
un
hombre
más
allá
de
toda
descripción
en
su
expresión
de
dignidad,
gentileza,
autocontrol
y
tranquila
fuerza
de
convicción».
Las
ideas
de
Humphrys
sobre
la
espiritualidad
cambiaron
para
mejor
como
resultado
del
contacto
con
Ramana.
Repitió
sus
visitas
al
sabio.
Reflejó
sus
impresiones
en
sus
cartas
a
un
amigo
de
Inglaterra,
que
se
publicaron
en
la
Gaceta
mencionada
anteriormente.
En
una
de
ellas
escribió:
«No
se
puede
imaginar
nada
más
bello
que
su
sonrisa».
Y
también:
«¡Es
extraño
qué
cambio
se
opera
en
uno
por
haber
estado
en
su
Presencia!»
No
toda
la
gente
que
iba
al
Asrama
era
buena.
A
veces
también
venían
malos
—incluso
sadhus
malos.
Dos
veces
en
el
año
1924
los
ladrones
asaltaron
el
Asrama
en
busca
de
un
botín.
En
la
segunda
ocasión,
hasta
golpearon
al
Maharshi,
al
darse
cuenta
de
que
había
muy
poco
para
llevarse.
Cuando
uno
de
los
devotos
pidió
permiso
al
sabio
para
castigar
a
los
ladrones,
éste
se
lo
prohibió,
diciendo:
«Ellos
tienen
su
dharma,
y
nosotros
el
nuestro.
Tenemos
que
soportar
y
contenernos.
No
interfiramos
en
su
actuación».
Cuando
uno
de
los
ladrones
le
golpeó
en
la
pierna
izquierda,
le
dijo:
«Si
no
está
satisfecho
también
me
puede
golpear
en
la
otra».
Cuando
se
hubieron
ido
los
ladrones,
un
devoto
preguntó
sobre
la
paliza.
El
sabio
observó:
«También
he
recibido
alguna
puja»,
haciendo
un
juego
de
palabras,
puesto
que
esta
palabra
significa
«adoración»,
y
también
«golpes».
El
espíritu
de
no
violencia
que
rodeaba
al
sabio
y
a
su
entorno,
hacía
que
incluso
los
pájaros
y
los
animales
entablasen
amistad
con
él.
Les
mostraba
la
misma
consideración
que
a
los
humanos
que
venían
a
verle.
Cuando
se
refería
a
alguno
de
ellos,
utilizaba
el
tratamiento
«él»
o
«ella»
en
lugar
del
neutro
«ello».
Los
pájaros
y
las
ardillas
construían
sus
nidos
en
torno
suyo.
Las
vacas,
los
perros
y
monos
encontraban
asilo
en
el
Asrama.
Todos
ellos
se
comportaban
de
una
manera
inteligente
—en
especial
la
vaca
Laksmi.
Ramana
conocía
sus
maneras
muy
íntimamente.
Se
preocupaba
de
que
se
les
alimentara
adecuadamente
y
bien,
y
cuando
alguno
de
ellos
moría,
se
les
enterraba
con
la
debida
ceremonia.
La
vida
en
el
Asrama
fluía
dulcemente.
Con
el
paso
del
tiempo
cada
vez
venían
más
visitantes
—algunos
para
una
corta
estancia
y
otros
por
períodos
de
tiempo
más
prolongados.
Las
dimensiones
del
Asrama
aumentaron,
y
se
añadieron
nuevos
características
y
departamentos
—un
hogar
para
el
ganado,
una
escuela
para
el
estudio
de
los
Vedas,
un
departamento
de
publicaciones,
el
templo
de
la
Madre
con
un
culto
regulador,
etc.
Ramana
se
sentaba
la
mayor
parte
del
tiempo
en
la
sala
que
se
había
construido
para
este
fin
como
el
presenciador
de
todo
lo
que
ocurría
a
su
alrededor.
No
estaba
nunca
inactivo.
Solía
coser
hojas
para
hacer
platos,
cocinar
verduras,
leer
las
pruebas
que
le
enviaban
de
la
imprenta,
ver
periódicos
y
libros,
sugerir
respuestas
a
las
cartas
recibidas,
etc.;
y
sin
embargo,
era
bastante
evidente
que
estaba
aparte
de
todo.
Recibió
numerosas
invitaciones
para
emprender
viajes,
pero
nunca
se
movió
de
Tiruvannamalai,
y,
en
años
posteriores,
del
Asrama.
La
mayor
parte
del
tiempo,
a
diario,
la
gente
se
sentaba
ante
él
en
silencio.
A
veces,
algunos
le
formulaban
preguntas,
y
a
veces
las
respondía.
Era
una
gran
experiencia
sentarse
ante
él
y
mirar
sus
ojos
brillantes.
Muchos
experimentaron
que
el
tiempo
se
detenía,
y
también
una
quietud
y
una
paz
más
allá
de
toda
descripción.
El
jubileo
de
oro
para
conmemorar
la
llegada
de
Ramana
a
Tiruvannamalai
se
celebró
en
1946.
En
1947
su
salud
comenzó
a
resentirse.
Todavía
no
tenía
setenta
años,
pero
parecía
mucho
mayor.
Hacia
finales
de
1948
un
pequeño
nódulo
apareció
debajo
del
codo
de
su
brazo
izquierdo.
Como
seguía
aumentando
de
tamaño,
el
doctor
a
cargo
del
dispensario
del
Asrama
lo
cortó.
Pero
en
el
plazo
de
un
mes
reapareció.
Se
llamó
a
algunos
cirujanos
de
Madrás,
que
le
operaron.
La
herida
no
se
curó,
y
el
tumor
reapareció.
En
posteriores
exámenes
se
diagnosticó
que
la
afección
era
un
caso
de
sarcoma.
Los
médicos
sugirieron
amputar
el
brazo
por
encima
de
la
parte
afectada.
Ramana
respondió
con
una
sonrisa:
«No
hay
necesidad
de
alarmarse.
El
cuerpo
mismo
es
una
enfermedad.
¡Qué
tenga
su
fin
natural!
¿Por
qué
mutilarlo?
Bastará
con
el
simple
vendaje
de
la
parte
afectada».
Se
tuvo
que
proceder
a
realizar
dos
operaciones
más,
pero
el
tumor
apareció
de
nuevo.
También
se
intentó
con
los
sistemas
de
medicina
tradicional,
así
como
con
homeopatía.
La
enfermedad
no
cedía
al
tratamiento.
El
sabio
se
mantenía
completamente
despreocupado,
y
era
supremamente
indiferente
al
sufrimiento.
Se
sentaba
como
un
espectador
observando
cómo
la
enfermedad
consumía
el
cuerpo.
Pero
sus
ojos
brillaban
tanto
como
siempre,
y
su
gracia
fluía
hacia
todos
los
seres.
Las
multitudes
llegaban
en
gran
número.
Ramana
insistía
en
que
deberían
dejarles
recibir
su
darsana.
Los
devotos
deseaban
ardientemente
que
el
sabio
curase
su
cuerpo
a
través
de
un
ejercicio
de
poderes
sobrenaturales.
Algunos
imaginaban
que
ellos
mismos
se
habían
beneficiado
de
estos
poderes
que
atribuían
a
Ramana.
Él,
por
su
parte,
se
compadecía
de
aquellos
que
se
lamentaban
por
su
sufrimiento,
y
trataba
de
reconfortarles
recordándoles
la
verdad
de
que
Bhagavan
no
era
el
cuerpo:
«Dan
por
hecho
que
este
cuerpo
es
Bhagavan
y
le
atribuyen
el
sufrimiento.
¡Qué
pena!
Se
desesperan
porque
Bhagavan
va
a
dejarles
y
a
partir
—pero
¿dónde
puede
ir,
y
cómo?»
El
final
llegó
el
14
de
abril
de
1950.
Esa
tarde
el
sabio
estaba
dando
darsana
a
los
devotos
que
llegaron.
Todos
los
presentes
en
el
Asrama
sabían
que
el
fin
estaba
cerca.
Se
sentaron
cantando
el
himno
de
Ramana
a
Arunachala
con
el
estribillo
Arunachala-Siva.
El
sabio
pidió
a
sus
asistentes
que
le
sentaran.
Abrió
sus
ojos
luminosos
y
bondadosos
durante
un
breve
espacio
de
tiempo.
Tenía
una
cierta
sonrisa.
Una
lágrima
de
felicidad
brotó
del
borde
exterior
de
sus
ojos,
y
a
las
8:47
la
respiración
se
detuvo.
No
hubo
ninguna
agonía,
ningún
espasmo,
ninguno
de
los
signos
de
muerte.
En
ese
mismo
momento,
un
cometa
se
deslizó
lentamente
por
el
cielo,
alcanzó
la
cumbre
de
la
colina
sagrada,
Arunachala,
y
desapareció
tras
ella.
Ramana
Maharshi
escribía
muy
rara
vez;
y
lo
poco
que
escribió
en
prosa
o
verso
fue
escrito
para
cubrir
las
demandas
específicas
de
sus
devotos.
Él
mismo
declaró
una
vez:
«Por
una
razón
u
otra,
nunca
me
viene
escribir
un
libro
o
componer
poemas.
Todos
los
poemas
que
he
hecho
fueron
a
petición
de
uno
u
otro
en
relación
con
algún
acontecimiento
particular».
Su
obra
más
importante
es
Los
Cuarenta
Versos
sobre
la
Realidad.
En
el
Upadesa
Saram,
que
es
también
un
poema,
se
expone
la
quintaesencia
del
Vedanta.
El
sabio
compuso
cinco
himnos
a
Arunachala.
Tradujo
al
tamil
parte
de
las
obras
de
Sankara,
como
el
Vivekacudamani
y
el
Atma-bodha.
La
mayoría
de
sus
escritos
están
en
tamil,
pero
también
escribió
en
sánscrito,
telugu
y
malayalam.
La
filosofía
de
Sri
Ramana
—que
es
la
misma
que
la
del
Vedanta
Advaita—
tiene
como
meta
la
Realización
del
Sí
mismo.
La
vía
central
enseñada
en
esta
filosofía
es
la
indagación
en
la
naturaleza
del
Sí
mismo,
el
contenido
de
la
noción
«yo».
Ordinariamente,
la
esfera
del
«yo»
varía
y
cubre
una
multiplicidad
de
factores.
Pero
éstos
no
son
realmente
el
«yo».
Por
ejemplo,
nosotros
hablamos
del
cuerpo
físico
como
«yo»;
decimos,
«yo
estoy
gordo»,
«yo
estoy
delgado»,
etc.
No
llevará
mucho
tiempo
descubrir
que
éste
es
un
uso
erróneo.
El
cuerpo
mismo
no
puede
decir
«yo»,
puesto
que
es
inerte.
Incluso
el
hombre
más
ignorante
comprende
la
implicación
de
la
expresión
«mi
cuerpo».
Sin
embargo,
no
es
fácil
disolver
la
identidad
equivocada
del
«yo»
con
la
egoidad
(ahankara).
Esto
se
debe
a
que
la
mente
que
indaga
es
el
ego,
y
para
eliminar
la
identificación
falsa
tiene
que
extender
una
sentencia
de
muerte,
por
así
decir,
sobre
sí
mismo.
Esto
no
es
en
modo
alguno
una
cosa
simple.
La
ofrenda
del
ego
en
el
fuego
de
la
sabiduría,
es
la
forma
más
grande
de
sacrificio.
La
discriminación
entre
el
Sí
mismo
y
él,
decimos,
no
es
fácil.
Pero
no
es
imposible.
Todos
nosotros
tenemos
esta
discriminación
si
reflexionamos
sobre
la
implicación
de
nuestra
experiencia
del
sueño
profundo.
En
el
sueño
profundo,
«nosotros
somos»,
aunque
el
ego
ha
desaparecido.
El
ego
no
funciona
ahí.
Sin
embargo,
hay
el
«yo»
que
presencia
tanto
la
ausencia
del
ego
como
de
los
objetos.
Si
el
«yo»
no
estuviera
ahí,
uno
no
se
acordaría
al
despertar
de
su
propia
experiencia
de
sueño
profundo,
ni
diría:
«He
dormido
felizmente.
Yo
no
sabía
nada».
Así
pues,
tenemos
dos
«yo»
—el
«seudo-yo»,
que
es
el
ego,
y
el
verdadero
«yo»,
que
es
el
Sí
mismo.
La
identificación
del
«yo»
con
el
ego
es
tan
fuerte,
que
muy
rara
vez
vemos
al
ego
sin
su
máscara.
Y
lo
que
es
más,
toda
nuestra
experiencia
relativa
gira
en
torno
al
ego.
Con
la
aparición
del
ego
al
despertar
del
sueño
profundo,
el
mundo
entero
aparece
con
él.
Por
consiguiente,
el
ego
parece
muy
importante
e
inaprehensible.
Pero
esto
es
realmente
como
una
fortaleza
hecha
de
naipes.
Una
vez
que
el
proceso
de
indagación
comienza,
se
encontrará
que
el
ego
se
desmorona
y
se
disuelve.
Para
emprender
este
proceso
de
indagación,
uno
debe
tener
una
mente
aguda
—mucho
más
aguda
que
la
que
se
requiere
para
desentrañar
los
misterios
de
la
materia.
Para
ver
la
verdad,
se
necesita
un
intelecto
concentrado
(drsyate
tu
agraya
buddhya).
Es
cierto
que
incluso
el
intelecto
tendrá
que
disolverse
antes
de
que
amanezca
la
sabiduría
final.
Pero
hasta
entonces,
tiene
que
indagar
—e
indagar
incansablemente.
¡La
sabiduría,
ciertamente,
no
es
para
el
indolente!
La
indagación
«¿Quién
soy
yo?»
no
debe
considerarse
como
un
esfuerzo
mental
para
comprender
la
naturaleza
de
la
mente.
Su
propósito
principal
es
«enfocar
toda
la
mente
en
su
fuente».
La
fuente
del
«seudo-yo»,
es
el
Sí
mismo.
Lo
que
uno
hace
en
la
Auto-indagación,
es
ir
contra
la
corriente
de
la
mente,
en
vez
de
correr
con
ella,
y
transcender
finalmente
la
esfera
de
las
modificaciones
mentales.
Cuando
el
«seudo-yo»
es
rastreado
hasta
su
fuente,
se
desvanece.
Entonces
el
Sí
mismo
brilla
en
todo
su
esplendor,
y
a
este
brillo
se
le
llama
realización
y
liberación.
La
cesación
o
no
cesación
del
cuerpo
no
tiene
nada
que
ver
con
la
liberación.
El
cuerpo
puede
continuar
existiendo,
y
el
mundo
puede
continuar
apareciendo,
como
en
el
caso
del
Maharshi.
Eso
no
constituye
ninguna
diferencia
para
el
Sí
mismo
que
ha
sido
realizado.
En
verdad,
para
él
no
hay
ni
cuerpo
ni
mundo;
hay
solamente
el
Sí
mismo,
la
Existencia
eterna
(sat),
la
Inteligencia
(chit),
y
la
felicidad
insuperable
(ananda).
Esta
experiencia
no
es
totalmente
extraña
para
nosotros.
Nosotros
la
tenemos
en
el
sueño
profundo,
donde
no
somos
conscientes
ni
del
mundo
externo
de
las
cosas,
ni
del
mundo
interno
de
los
sueños.
Pero
esa
experiencia
está
bajo
la
cubierta
de
la
ignorancia.
Por
eso
retornamos
a
las
fantasías
del
sueño
con
sueños
y
del
mundo
de
vigilia.
El
no
retorno
a
la
dualidad
es
posible
sólo
cuando
la
nesciencia
ha
sido
eliminada.
Hacer
posible
esto
es
la
meta
del
Vedanta.
Inspirar
incluso
al
más
humilde
de
nosotros
con
esperanza,
y
ayudarnos
a
salir
del
Fango
del
Desaliento,
es
la
significación
suprema
de
ejemplares
tan
ilustres
como
el
Maharshi.